Al crecer siempre sentí que era diferente de los demás. Tenía muchos amigos, jugaba deportes —todo lo que suele hacer un niño. Pero algo era diferente.
Cuando tuve 12 o 13 años comencé a darme cuenta de que me atraían otros chavos. Me excitaba pensar sexualmente en mis amigos y compañeros. Besar a una niña me parecía lo menos excitante. Vacilé mucho en ponerme etiquetas, pues temía quedarme eternamente “diferente”.
En los noticieros y en la escuela oí hablar de crímenes de odio contra gays y lesbianas por lo que me dio miedo ser gay. Mis compañeros siempre utilizaron –y utilizan— términos como “puto” o “marica”. Ser gay me parecía algo muy negativo. No quería verme marginado o que se burlaran de mí.
Más adelante, me di cuenta de lo difícil que sería esconderle mis sentimientos a mis amigos y a mi familia, y de manera especial a cualquier muchacho que me gustara. Después me entusiasmé mucho con un chico y no tuve nadie con quien hablar o comentarlo. Decidí entonces que ya era tiempo de salir del clóset.
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