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lunes, 12 de julio de 2010

¿De qué depende nuestra identidad sexual?

Al hacer un aprueba de ADN para establecer el sexo genético de una persona, se califica a alguien como hombre cuando se tienen los cromosomas Y y X. 

En el caso de las mujeres, éstas deben tener dos X. Así es como, tradicionalmente, la ciencia ha distribuído los sexos con una polaridad extrema, siempre cerrada a consideraciones que se desmarcaran de este supuesto. O se nacía hombre, o se nacía mujer. Ahora sabemos que ello no siempre se cumple y que la identidad sexual de un individuo cualquiera puede no ajustarse a lo que pedimos y deseamos se establezca como norma.

Entre los años 1966 y 1999 todas las mujeres que deseaban participar en los Juegos Olímpicos debían someterse a una prueba médica que verificara que sus genitales eran los que correspondían a su género. Ahora, el caso de Caster Semenya nos demuestra que no existe una línea clara entre los dos géneros… ni siquiera a nivel genético.
Así, los científicos afirman que puede haber individuos XX (genéticamente, mujeres) que desarrollen características físicas típicamente masculinas o que sean XXY. Al mismo tiempo, un tipo XY puede tener lo que se llama “insensibilidad androgénica” o, lo que es lo mismo, la incapacidad de responder a su propia testosterona… por lo que puede no desarrollarse físicamente como hombre.

Las condiciones médicas de cada individuo modifican sustancialmente las hormonas masculinizantes, lo que hace difícil establecer un género categórico. De este modo, y pese a que pueda parecer que estamos determinados por la naturaleza, cada vez hay más casos que contradicen esta verdad universalista, apuntando hacia formas diferenetes de concebir lo masculino y lo femenino. Una mujer que en lugar de ser XX es XXY ¿es por ello un hombre?


El sexo puede no adecuarse a las convenciones genéricas supuestamente normativas

El género queda, por lo tanto, como una palabra hueca que unos y otros pueden apropiarse pero que actualmente está en continua fragmentación. Cada uno construye, por lo tanto, la manera de verse a sí mismo. Y es aquí cuando dejamos de lado la genética y nos concentramos en la identidad sexual. El sexo ha estado siempre asociado al concepto de identidad, pero esta correspondencia no tiene que cumplirse. En este sentido, surgen varias maneras de concebirse a uno mismo.

La identidad normativa es aquella que consiste en identificar nuestro género (social) con nuestro sexo (genético), formando todo una unidad identitaria global. Al contrario, en los individuos homosexuales el sexo (genético, pene o vagina) no tiene por qué ir de la mano de con las convenciones culturales normalmente atribuídas al género (deseo por el sexo opuesto), por lo que el objeto se desplaza sin más contradicciones.

También hay estados intersexuales donde individuos que tienen un sexo genético determinado pueden sentirse como miembros del género opuesto. En este punto se habla de individuos transexuales. El hermafroditismo es otra de las variantes, albergando un mismo cuerpo los dos sexos. En muchos otros casos hay una correlación normativa entre sexo y género sin que ello influya en una identidad sexual basada en  presupuestos culturales tradicionales.

De esta manera los roles se intercambian y se yuxtaponen, creando cada uno su propia identidad.
Como vemos, hablar de identidad sexual es sumergirse en un mar de posibilidades donde cada individuo debe definirse a si mismo, luchando en muchos casos contra determinismos sociales, barreras genéticas o deseos erróneamente asimiliados

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