Mi madre estaba obsesionada con el tamaño de mi pene. Un día se le ocurrió la brillante idea de convencerme de que si me olía el pelo significaba que mi pequeño pene no se desarrollaba con normalidad, y para apoyar su teoría sobre el desarrollo del pene me dio como ejemplo su ahijado, obviamente había elegido bien pues era un chico de aspecto afeminado y rechoncho al que siempre había mirado con cierto recelo y al que veía capaz de que le ocurrieran esas cosas.
A mi, en realidad y con esa temprana edad no tenia interés alguno en saber si me había crecido, es más, yo creo que ni me miraba el pito para mear, era algo que estaba ahí pero que no quería enseñar a mi madre. La última vez que lo había tenido que enseñar había sido en el médico de cabecera, no sabía los motivos por los cuales tenía que ir al Doctor Le Mercier hasta que mi madre me bajó los pantalones, entonces el hombre con corbata, perrilla canosa, echó hacia atrás la piel que recubría mi glande, el dolor sólo puede ser comparable con la extracción de dos dientes que me realizó mi hermana atándolos al pomo de la puerta con un hilo, con la salvedad de que el escozor que me provocó tal estirón de piel me tuvo con las piernas cruzadas un buen rato, el médico se empeñaba en abrirlas, y yo estaba entre un ataque de pánico y de ira increíble, así que lo agarré por la corbata decidido a no soltarla hasta que no se me pasara el dolor, pero claro, ese desgarro no parecía cerrarse y la cara del hombre aquel se tornaba de color morado, mientras mi madre intentaba a toda costa que le soltara. Después de esa traumática experiencia creo que mi bragueta seguiría subida de por vida a los ojos de mis progenitores, pues no sabía que otra cosa se les podía ocurrir la próxima vez.
Así que mi madre insistía cada vez que me lavaba el pelo en que desprendía un olor, nunca definió realmente a que debía de oler el pelo para determinar si me crecía o no el miembro. Una tarde de verano, vino Pepa, con su hijo, del cual no recuerdo su nombre, era la gran oportunidad para acercarme a él sigilosamente y olerle el pelo. Cuando entró me quedé asombrado. ¡Cuanto pelo! Tenía un pelo largo y rizado y con una pinta grasienta que echaba para atrás sólo con verlo, como iba a meter mis narices ahí dentro… Estábamos comiendo en el jardín, me encantaba el verano en Bruselas, los días se hacían largos, no solía llover mucho y sobre todo, disfrutaba de estar al aire libre tras la hibernación del invierno. Yo me senté estratégicamente al lado del supuesto sospechoso de tener la minga pequeña. Su madre estaba que trinaba.
“Tengo a los vecinos revolucionados, se reúne con sus amigotes y a darle a la batería, y mira que greñas me tiene. No dejan de hacer ruido y vamos a tener un problema.”
En aquella época sonaba un grupo de rock, más bien heavy, llamado Kiss, lo recuerdo perfectamente porque el cantante me daba bastante miedo, aunque a la vez me encantaba ver como sacaba la lengua y hacia esas cosas de personas sucias, no me gustaba pero los veía, casi a escondidas de mis padres, no hubiera querido por nada en el mundo que me pillasen viendo semejante cosa.
“Mamá, nosotros somos heavies, es la música que nos gusta…” en mi cabeza pensé “Bla bla bla, vaya manera más tonta de intentar explicar las cosas para que mi madre no crea que eres un degenerado y privarte del aguinaldo” (Mi madre siempre llamaba aguinaldo al hecho de dar dinero aunque fuera verano).
La verdad es que el único olor que desprendía, Benito (ya he recordado su nombre) era el del sudor bajo sus sobacos, y como yo era bastante más pequeño que él, me lo estaba tragando todo, en cuanto pudiera me escaparía al columpio, a ver hasta donde podía llegar desafiando la gravedad. Entonces fue cuando percibí la oportunidad única de acercarme lo suficiente a su melena. Le invitaría a subir al columpio y lo empujaría por detrás para darle más velocidad, en ese momento aprovecharía para saber a que huele su cabellera y ver si notaba alguna diferencia con la mía.
Benito no estaba muy convencido de querer jugar conmigo, pero tras las palabras de mi madre que le animaban a que estuviéramos entretenidos para poder desahogarse sobre el cambio radical que mi hermana, ocho años mayor que yo, había pegado, se vino hacia el columpio. Al principio me hizo saltar por los aires un par de veces, pero la caída fue en el césped que había delante del mismo. Cuando ya me cansé de intentar tocar el cielo, le invité a subir desafiándole. “Seguro que no llegas hasta donde llego yo”. No hizo falta esperar mucho para que encajara sus dos hermosas nalgas sobre sillín de plástico que crujió bajo el peso. Cuando me disponía a acercar mi nariz, se giró abruptamente y me dijo “Pero vas a empujar”. Por poco me sorprende a una distancia bastante sospechosa. Respiré hondo y saqué mis fuerzas de niño de metro y poco, y lo empujé, hundiendo mis manos en las carnes de su espalda. Empezó a subir y bajar, al principio lentamente, pero cada vez que se balanceaba hacia atrás, yo acercaba mi cara por unos breves instantes, hasta que decidí que en la próxima respiraría todo lo fuerte que pudiera. Cerré los ojos y aspiré profundamente. Sólo sentí un choque tremendo, como si me hubieran tirado del pellejo hacia atrás, pero en vez del pito, en esta ocasión de la nariz. Había calculado mal las distancias y como si hubieran soltado una de las ovejas de mi padre, al volver de las alturas me había golpeado con su inmenso culo. No sé si mi vuelo batió mi record personal en el columpio, pero aterricé en un montón de gravilla que mi padre tenía en el jardín para la reforma de la casa. No tuve jamás otra oportunidad tan buena para poder saber si mi madre estaba en lo cierto, y lo recuerdo todos los días cuando veo la cicatriz que me dejó en mi pedazo de nariz.
Así que en la medida de lo posible, evitaba que mi madre me lavara la cabeza, de ese modo evitaba también sus comentarios sobre el olor de mi pelo y el tamaño de mi pajarillo. En alguna ocasión, cuando veía que me la podía colar, me comentaba algo al respecto, como que si al final Benito tuvieron que darle unas pastillas para que le creciera el pito, y se apoyaba con la mirada en la figura de mi padre que en realidad detestaba ese tipo de conversaciones, a mi padre, que le importaba el tamaño…
Teníamos un cuarto de baño en el primer piso, y en la planta baja teníamos dos duchas, mi madre insistía que mi padre se duchara en la antigua porque así ensuciaba menos, manías de amas de casa que mi padre seguía al dedillo cuando no quería entrar en discusiones. Un día pasé por el pasillo, mi padre se estaba duchando con la puerta de acordeón cerrada y decidí pasar por delante. Fue en ese momento cuando se abrió la puerta y mis ojos rodaron a la velocidad de un disparo para literalmente pegarse sobre semejante trozo de carne, un miembro del cual aún conservo la imagen en mi retina, pero que me empujaba a creer la teoría de mi madre. Se convirtió en obsesivo, de tal forma, que aunque no dibujaba muy bien, siempre hacia alguno en mis tiempos libres, animado por mi tía abuela que me cantaba canciones como “A mi me gusta cagar en alto, pa’ ver la mierda pegando saltos”, y entonces yo dibujaba a mi padre cagando a lo alto, y todos se reían claro, hasta que empecé a dibujar “Papa meando”, “Papa sacando el pajarillo”, evidentemente conservando el tamaño ampliamente distorsionado por la perspectiva, uno era pequeño y lo veía todo desde abajo.
Tras finalizar aquel verano, volví a mi colegio, no era un niño aplicado, pero si lo suficientemente inteligente como para sacar la mejor nota haciendo lo menos posible. No es que tuviera una especial desatención en mi educación, pero mis padres trabajaban muy duro, y la mayoría de las veces se ocupaba mi tía abuela a la cual toreaba bastante bien, y ella en realidad, tan encantada de poder ir al sofá a ver “Alas” o lo que es lo mismo, “Dallas”. De todos modos no sé si hubiera confiado la educación de mis hijos a alguien que canta “Porque cagando y meando se me hincha el corazón y ver en el plato, un buen mojón.” Por cierto, se ocupaba también de hacerme la comida. El caso es, que a las pocas semanas de empezar en el colegio, nos reunían a todos en un aula al finalizar las clases, y venían unos médicos en busca de piojos. A mí, mientras no me pidieran que enseñara la “pilila”, me daba igual. Se entretuvieron bastante tiempo conmigo, tras lo cual, mi profesora me extendió una hoja, que más bien parecía una sentencia de muerte, mis padres tenían que ponerse al habla con el colegio, intenté levantar la mirada, sonreír a mis compañeros, me hubiera gustado gritar “Tengo piojos” o tal vez sacar mi flauta y enseñarla a todos. Pero no. Corrí hasta casa llorando, asustando a mi madre mientras intentaba entregarle el papel. Me había pasado todo el verano mintiéndole a mi madre, diciéndole que ya me había lavado el pelo para evitar que volviera a insistir sobre el tema y había sido el único del colegio en pillar los malditos bichitos y sus respectivos huevos. Todo, por una cuestión de tamaño.
A partir de esos días en los que parecía el único apestado del planeta, consideré apropiado que mi madre me lavara la cabeza, tampoco volvió a oler mi pelo como lo hacia antes, tal vez me viera desnudo en mis primeras duchas, tal vez se dio cuenta que no tiene buen olfato, o simplemente que las consecuencias de una pequeña mentira pueden provocar desastres mayores.
Durante años seguía rondándome la cabeza el problema del tamaño de mi polla, ¿y si mi madre tenía razón y necesitaba una medicación?.En vez de afrontarlo, porque yo era un niño, intenté esconderla ante la mirada de los demás, y elegir esa opción suponía por ejemplo no aprender a nadar por miedo a tener que ducharme con mis compañeros del colegio, hasta que me enteré de que si venías por libre, podías usar cabinas individuales. Así que seguí un cursillo privado con un profesor. Y un día Denis me quiso acompañar a la piscina. Yo no tenía ningún temor, pues había cabinas suficientes. Pero en el momento en el que me disponía a encerrarme en la mía. Denis empujó la puerta. “Cambiémonos juntos”.
Le contesté que “no” con una voz demasiado temblorosa para que me tuviera en cuenta mi negativa, y de pronto, sentí como si la virgen María, o Jesús o cualquier ente del más allá, fuera a aparecerse. Mis testículos empezaron a moverse solos, como si palpitaran, generándome cierta incomodidad pero a la vez un extraño placer que no me gustaba. Y para colmo, algo se estaba levantando entre mis piernas. Esto era realmente peor que los piojos. Intenté darle la espalda a Denis, tanto es así que no pude ni ver como la tenía. Pero cuando me miré la mía, estaba inflamada y mirándome directamente a los ojos. Me puse el bañador y al salir, pude ver la reacción de mi amigo, mirándome el paquete con cierta extrañeza, pero al mismo tiempo, con un puntillo de admiración. Si, yo tenía un pedazo de paquete, bien duro y colocado hacia la derecha, y lo lucí todo lo que pude aguantar la erección, de hecho ese día, todos los de la piscina admiraron mi miembro, ya no era pequeño, había evolucionado, así, de golpe. Cuando se me bajaba, me concentraba de nuevo en esas palpitaciones en los huevos, y volvía a tener otra vez las dimensiones que yo deseaba. Fue apoteósico, un éxito absoluto… hasta que Denis soltó…
“¿Estas empalmado?”
Aún así, salí totalmente airoso, “No, es que la tengo así”
En realidad había hecho el mayor de los ridículos, claro que, yo ni lo sabía. Creo que la falta de conocimientos nos hace cometer grandes estupideces, como no aprendí de esa experiencia, unos años más tarde en una acampada me dio un ataque al corazón, me dolía el pecho muchísimo, y si me acostaba la cosa se ponía peor, así que decidí dormir de rodillas, Miguel entró en la tienda al oír que gemía, y aunque en un principio no se atrevía a mirar porque pensó que estaba tirándome a Leyre, la curiosidad le pudo. Al verme de cuclillas y respirando de forma extraña, me preguntó si me encontraba bien. Ya sabéis lo que le contesté:
“Si, es que duermo así”. Casi me cuesta la vida.
Al final, aprendí a nadar, aunque al monitor le costó explicarme que ir andando donde no cubre no era nadar, y pasé de ser un chico reprimido, a un exhibicionista en potencia por un tiempo. El logro de haber aprendido a nadar me había dado fuerzas para acompañar a mis compañeros de colegio a la piscina cubierta, y siempre intentaba quedarme el último en pelotas para destacar sobre los demás, me excitaba, me palpitaban los huevos y el tronco de la polla. Y si Denis me miraba, me giraba como el que no quiere la cosa para que me la viera bien.
Sin embargo fue al venir de vacaciones a Barcelona, (yo seguía viviendo en Bruselas) cuando el problema volvió a surgir. En Igualada no había mucho que hacer en verano, si no era comer con la familia, un día en cada casa, jugar al baloncesto, o ir a la piscina de verano. Ese año no me habían puesto bañador en la maleta, pero me habían dado dinero para pasar a gusto los quince días, así que comenté a mis primos, los gemelos, que fuéramos a la tienda a comprar uno. Mi primo eligió el modelo, un bañador azul de la marca Meyba con unas franjas rojas a ambos lados que me recordaban la bandera de Cataluña. Alegaba que ellos tenían unos iguales. Esa tarde, tras esperar que termináramos las malditas dos horas de la digestión, nos fuimos a la piscina, cuando nos quitamos las bermudas empecé a fijarme que algo fallaba, en mi bañador no había casi bulto, y en el de ellos parecía que les hubieran puesto relleno. ¿Como podía ser que siendo el mismo bañador no quedara igual?
Capaz de traumatizarme por cualquier cosa, ahondé en la herida intentando ponérmela más gorda, y aún teniéndola a punto de salirse de mi bañador, no conseguía que abultara tanto. Creo que mis primos han tenido que alucinar mucho.
Decidido a acabar con ese tormento, con quince años me dirigí a mi médico para explicarle el problema, me explicó cual era el tamaño de un pene “normal” y me lo estuvo mirando. “Tienes un pene normal”. Como no estaba muy convencido con su diagnóstico, tuve el atrevimiento de pedirle que me enseñara el suyo. Desafortunadamente me contestó: “El mío no te serviría de ayuda, tengo un pene como el tuyo”
Bueno, al fin y al cabo, ya no estaba sólo en la tierra, me resultó tan reconfortante como el oír a un compañero de clase durante una excursión: “¿Sabéis por donde follan los homosexuales?” (p.s. textualmente dijo homosexuales, no dijo maricas, ni nada similar). Yo estaba expectante ante la respuesta, hasta que soltó: “Se follan por el culo”
Por un lado estaba contento porque supe de la existencia de otros homosexuales, pero francamente por otro lado estaba bastante decepcionado….”joder...por el culo”, no podía haber sido por otro sitio.
Aunque el médico me había dado las medidas de un pene normal, lo fácil hubiera sido coger un metro y medírmela, pero en vez de eso, fui a otro médico que me dijo exactamente lo mismo.
Fue un par de años más tarde, cuando encontré una revista porno bajo la cama de matrimonio de mi hermana, entonces empecé a ver pollas, y las comparaba con la mía, y poco a poco dejé de sentir que mi miembro era un problema, la estocada final seguramente fue con mi primer polvo y su mini miembro, luego vino la era de Internet, donde todo se enseña, todo se amplifica, y te mandan mensajes diciendo: “Menudo Pollón”.
Ay, amigo mensajero… si tú supieras…
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